Tengo la convicción de que la
sacrosanta Constitución española de 1978 está a punto del colapso. El marco jurídico
que ha creado es la soga en la que terminará balanceándose. El hecho de que los
dos partidos independentistas catalanes, por detrás en votos de los partidos
estatales en su propia región en las últimas elecciones generales, puedan tener en sus manos la gobernabilidad
de España habla por sí mismo del pandemonio al que nuestra sociedad está
sometida.
Pero nada de esto es nuevo. Salvo
con la dirección de Felipe González, el PSOE siempre ha sido la bomba
incendiaria de la vida española, lo que queda patente para quien conozca la historia
de este país. Y el detonador, como durante la II República, fue el
independentismo catalán.
Por de pronto, ambos se han
conjurado para convertir nuestras Cortes Generales en una torre de Babel con
traducción simultánea para un conjunto de señores todos ellos hispanohablantes.
No tiene un pase por ridículo, lo mismo que el reconocimiento de la
cooficialidad de las lenguas regionales en sus respectivos ámbitos se ha
reconvertido en un instrumento de desigualdad entre los españoles y la gestión
autonómica del sistema educativo ha devenido en un instrumento para el adoctrinamiento separatista.
El conjunto de todo este
batiburrillo entre socialistas, comunistas, independentistas regionales y
ex terroristas, no me cabe duda, tiene en común el propósito de derrocar a la
monarquía y el objetivo de convertir a la nación en una confederación
asimétrica que cercene la igualdad ante la ley de todos los españoles. No otro es
el objeto de deseo.
Pero ellos, todos juntos, sólo
son la mitad de España, mientras la otra mitad permanece mayoritariamente
silente. Hasta que la bomba incendiaria reviente otra vez y el jefe del Estado
abra la espita de la aplicación del artículo 8 de esa Constitución que nos ha
traído hasta aquí. Sólo el Rey tiene esa llave para desalojar tanto gas antidemocrático. Y estaría en la obligación de hacerlo.
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