lunes, 19 de julio de 2010

Artículo de ayer en ABC

UNA HUELLA EN LA ARENA

Supersticiones

Y, ante tanta majadería discursiva, el fervoroso pueblo ya sólo puede creer en Andrés Iniesta

Francisco Estupiñán

Los ateos se aferran a la duda metódica y no creen ni en el gameto que los fundó sin evidencias. Los creyentes, por su parte, depositan su fe en Dios. Y santas pascuas. Sólo los agnósticos son presa de la superstición, impelidos por su incertidumbre respecto a la existencia de fuerzas sobrenaturales y omnipotentes. De esa duda les vino la zozobra cuando constataron la clarividencia de los cefalópodos, cumplidos los prósperos augurios de Paul a nuestra selección. Y más desazón aún comprobar que el pulpo, amén de buena cabeza, tiene mucho corazón. Exactamente, tres.
Claro que estas cosas de la hechicería lo mismo que hacen feliz dan canguelo, como lo sufrió el escéptico Zapatero cuando quiso hacerse el suertudo con sus asistencias al Campeonato de Europa de fútbol. Inopinadamente, empezó a propalarse el rumor de que, en realidad, era un gafe. Desde esas fechas, pobrecito nuestro, no se acerca a un estadio para eludir ese sambenito. Y, curiosamente, el equipo nacional va de victoria en victoria, al contrario que el Consejo de Ministros, al que sí suele asistir.
Por eso, los simples mortales nos hemos descreído de la curia política, según avala el CIS, pues nos cuenta prodigios increíbles y dicta dogmas que, en puridad, son anatemas para la razón. Es el caso del propio presidente explicando, en el Estado de la Nación, que la reforma del sistema de pensiones se vincula al ciclo demográfico y no a la crisis… Conjuros baldíos, pues a los manes de la jubilación se les reza con la transparencia de los números y no con opacos abracadabras sociológicos. Y, ante tanta majadería discursiva, el fervoroso pueblo ya sólo puede creer en Andrés Iniesta, capaz de derrotar a un demoníaco enemigo con la inmaculada verdad de un gol y, luego, reclamar para sí silencio y humildad, no vítores.
Pero a Montilla no le importa el descreimiento general, está absolutamente convencido de que el Gran Hacedor lo ha ungido para liberar de la esclavitud a su pueblo elegido (por Montilla, no por Dios, pues los catalanes, si quieren, nacen en Córdoba). Y el charnego redimido, que leyó el catecismo catalanista por el capítulo del milagro de los panes y los peces, convirtió a 65.000 turiferarios en un millón y medio de soberanistas sublevados contra el diabólico imperio de la ley.
Y ustedes se preguntarán: ¿qué tienen en común el agnóstico Zapatero y el mesiánico Montilla? Pues que ambos arúspices se reunirán esta semana después de un debate parlamentario en que el presidente y las minorías convinieron que España es catalana. Tras ese próximo aquelarre, anunciarán que las entrañas de la sacrificada Constitución así lo auspician. Esa es mi profecía.

miércoles, 7 de julio de 2010

Deporte centrípeto

En una nación donde la política es centrífuga, el deporte es el motor centrípeto que nos da unidad. El orgullo no nos lo da nuestra sociedad, sino una pelota, sea de tenis, de baloncesto o de fútbol. Somos, pues, una prueba más de que la política no une a los hombres, los separa.

lunes, 5 de julio de 2010

Columna de ayer en ABC (o parecida)

UNA HUELLA EN LA ARENA

Nostalgia de palabras

¿Cuántos de nuestros jóvenes saben que arroba es una tradicional unidad de peso?

Francisco Estupiñán

Manosear las palabras, disfrutar de ellas, sumergirnos en sus connotaciones, en sus emociones, es una forma de placer para muchos. Y también de añoranza, pues tantas han sido las transformaciones del mundo en los últimos cincuenta años que el lenguaje se ha visto, por igual, trocado profundamente.
En mi caso, criado en la ciudad, pero con un pie siempre puesto en el campo, he vivido la extinción de términos que echo de menos tanto como a las propias personas que los pronunciaban. Disfrutar del vuelo de las libélulas mientras guindaba agua del pozo, ver trasponer a mi vecino majada arriba o huir sigilosamente cuando los parientes nos regalaban beletén. Guindar, trasponer, beletén son términos ajenos al habla actual.
Pero tengo por fortuna haber vivido esa transición en la que crecimos entre leche en polvo y de vaca, caliente, ordeñada directamente en una escudilla con gofio. Y rememorar la novedosa emoción de comer el primer yogur; el mío era de fresa. Y ya no me hiere el orgullo recordar cuando mi madre me reprendía con una frase arcaizante: “¡Habrase visto chiquillo babieca!”.
Personas de más edad podrían testimoniar mejor el gran cambio sufrido por nuestro idioma, como el insigne lingüística que, de sus vivencias infantiles de la guerra, le quedaba la repugnancia por la humilde lenteja. En su mente se grabó como sinónimo de gorgojo.
Hoy la lengua es otra. Para muchos una desconocida, una criatura difícil de identificar, pues todo el planeta la conoce por español menos los españoles, que nos empecinamos en llamarla, impropiamente, castellano. Y está fuertemente marcada por la influencia de los medios de comunicación y la abundancia de extranjerismos que evidencian nuestra escasa intervención en el desarrollo tecnológico contemporáneo. ¿Cuántos de nuestros jóvenes saben que arroba es una tradicional unidad de peso? Sólo es un raro signo de la nomenclatura informática.
Lo peor, tal vez, sea el reduccionismo, la pobreza de léxico y la falta de compresión lectora, una de las continuas alarmas encendidas de nuestro sistema educativo. Consecuencia patente es cómo la actividad política se ha constreñido en los titulares de prensa a un solo verbo: apostar. Todos los políticos apuestan como tahúres del Misisipi. Y son, sin embargo, las columnas de opinión las que se llevan al aula para los comentarios de texto. Los profesores ven a sus discípulos incapaces de enfrentarse a los versos diáfanos de Antonio Machado y se conforman con que puedan acceder con algún criterio a los periódicos.
Pero, en fin, quizá todo cambie más aprisa que yo y por eso esta nostalgia por las palabras.