sábado, 2 de enero de 2010

Parábola del pionero

La muerte lo extrañó de la casa del padre, pues sus hermanos querían la herencia en forma de dádivas, no conservar el amplio caudal de la memoria en cada árbol plantado, en cada surco cavado, en el perfume del rosal. De este modo, el jardín no tardó en volver a su fisonomía de erial sediento y la casa se ajó de esperar en vano el amor que la sostenía. Cercada e indefensa, la tierra tembló desde sus antiguos cimientos hasta herir su piel de argamasa y quebrar su corazón de piedra.
Por eso, prefirió olvidar la casa del padre, se convenció de que su eternidad era vivir en el venerado altar de los manes mientras él limpiaba los sentimientos corrompidos creando una nueva estirpe de la misma sangre, un nuevo hogar con el mismo impulso de otras manos, un nuevo jardín con la misma pericia del amor que riega en cascada las vidas familiares.
Pasó muchas jornadas en la sorda soledad de los pioneros, muchas estaciones lloró amargamente la ingratitud de los dioses, pero fue feroz como un legionario de fronteras protegiendo el dominio frondoso que le ofreció la tierra baldía. Y su vida floreció como los rosales de su memoria.
Anciano, su cuerpo lleno de cicatrices le traía recuerdos de lucha, de fragor, de torturas padecidas y batallas ganadas hasta que fue a ocupar su sitio, finalmente, junto a los manes, a la diestra de sus venerados padres, junto al fuego de una casa alzada sobre la integridad de unas manos fuertes y de una mirada limpia. Desde allí observó su obra y recordó el propósito ovidiano para la poesía: dulce y útil. Y las risas de unos niños impusieron la definitiva felicidad.

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