jueves, 11 de marzo de 2010

Esperando al oculista

Ayer, por mera casualidad, me encontré con alguien que fue mi amigo hace muchos años, cuando era universitario, y del que no había vuelto a saber gran cosa ni tampoco me apetecía. Pero hablamos un buen rato en una sala de espera médica y me apercibí que los dos habíamos madurado mucho, que somos personas más sosegadas, menos pasionales y hasta más honestas con nosotros mismos y con los demás.
Comentamos de cómo nos había ido la vida, qué hacíamos, de nuestros hijos, de nuestros amigos y lugares comunes. Y nos despedimos cordialmente.
Me alegró verlo y comprobar que era la misma persona, que su vida ha tenido un hilo conductor que corrobora al individuo que conocí, que hace posible reconocerlo de manera coherente: su vida es su vida y, además, no puede ser otra; todos sus actos, en fin, lo confirman. Esta misma reflexión la trasladé a mi persona, a lo que ha sido mi vida durante todos estos años y también mi trayectoria vital me confirma a mí mismo. Creo que muy pocas cosas podían ser de otra forma sin renunciar a mi propia personalidad. Todo tiene unos márgenes de los que no podemos salir sin renegar de nosotros, pero sobre el que nos es posible bascular, tener opciones y determinación.
También me sorprendió una coincidencia: queremos a nuestros hijos, pero no acabamos de entender su forma de vida. Y no es una circunstancia particular, sino un hecho generacional. Nuestros hijos han crecido entre otras circunstancias, otros pesos históricos y sociales, y sus valores son otros respecto a los estudios, el trabajo, la familia, las relaciones personales... Somos dos resultados humanos distintos hasta el punto de que hay más comunidad ética, intelectual y conceptual entre ese amigo y yo que entre nosotros y nuestros hijos, a pesar del amor incondicional por los segundos.
Debo ir con más frecuencia al oculista, pues me confirmó la buena salud de mis miopes ojos y aprendí muchísimo mientras lo esperaba.

1 comentario:

Sergio dijo...

¿Y si no fueran nuestros hijos y tuvieran nuestra edad? ¿No habría problema generacional y sí concepciones vitales diferentes, aún teniendo la misma procedencia, la misma formación, el mismo nivel económico? Entonces, ¿dónde reside la incomprensión? ¿Se percibe ésta como una situación recíproca o, como es común, unilateral? Recuerdo que, como hijo, nunca pude ponerme en el lugar de mi padre. Ahora sí, cuando yo soy un hombre de más de mediana edad y él un viejito agradable.