martes, 29 de diciembre de 2009

Eternidad siempre vencida

¿Qué se puede echar de menos? Todo y nada, pues cada recuerdo tiene su haz y su envés y al amanecer más bello siguió siempre un ocaso siniestro poblado de tiniebla y amenazas desconocidas que se desvanecían con el sueño.
Rememoro la infancia, mi infancia, y hallo añoranza y aborrecimiento, felicidad y mortificación, egoísmo y generosidad.
Hago memoria de mi adolescencia y recuerdo un torrente imparable, un desbordamiento inaudito, un anegamiento de sensaciones y descubrimientos afortunados y desgraciados, de chicas deseadas y amigos para siempre que rebosan el desván del olvido.
Después de eso, ya sólo nos espera un mundo adulto, el de dar para recibir, el de andar por la vida trazando un sendero diáfano que no nos agote ni nos extravíe.
¿Y que queda, finalmente, de todo ese trasiego? Los momentos felices, pues nuestra memoria es selectiva. Queda lo aprendido, por más dolorosa que fuera la lección recibida; queda lo dicho y lo callado; quedan las lealtades y los aborrecimientos; lo rechazado, lo aceptado por conveniencia, lo querido, lo tolerado por amor.
Eso es lo que somos y será testimoniado en el rostro que muestre una foto antigua, la que amarillea sobre la cómoda de una habitación en penumbra donde se cobija nuestra eternidad, siempre vencida por el tiempo si no somos parte de los grandes mitos, de las grandes gestas.

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