martes, 3 de agosto de 2010

Columna del domingo pasado en ABC

UNA HUELLA EN LA ARENA

Gatopardismo

Cataluña es un orgullo para España y su plural cultura, una riqueza de la que disfrutamos todos

Francisco Estupiñán

Fidel Castro anunció que la historia lo absolvería. Y finalmente lo ha condenado porque las sociedades son un ente cambiante, en constante movimiento, y no avanzar lealmente con ellas es quedar rezagado en el tiempo, permanecer en el pasado. El pensamiento inmutable es el fracaso.
También nuestro actual Gobierno ha sufrido esta lancinante experiencia. El socialismo radical chocó frontalmente con la realidad como un avión guiado por un controlador desde la consulta médica. Y, mientras se trabaja en reparar el desastre, sobrevive con viajes a Las Palmas para visitar a la selección de baloncesto. Hay que ganar tiempo e imagen para evitar cumplir la dura condena de ser un infausto recuerdo.
Pero el tacticismo lo mantiene prisionero. Sostenida la crisis por el coma inducido, nos abismamos una vez más por la otra sima de un Estado al borde de la quiebra. Las autonomías son un bien instrumental que, traspuesto a la categoría de fin en sí mismo, se ha tornado elemento opresor de los derechos de ciudadanía. Sucedió durante treinta años en el País Vasco, donde el PNV se creyó partido único porque las balas obligaban a la libertad a parapetarse. Ahora ocurre en Cataluña, pues la proximidad de las elecciones autonómicas hace más pronunciada la cuesta abajo por la que cae la política, olvidada de que la democracia es, ante todo, el imperio de la ley, bajo la que todas las personas son iguales.
Cataluña es un orgullo para España y su plural cultura, una riqueza de la que disfrutamos todos. Y por la que nos sentimos honrados. El catalanismo, en cambio, no ceja de disparar bolaños sobre el resto de la nación, incluso sobre su idiosincrasia, fértil simiente constituyente de sus conciencias desde siempre. Donde antes hubo cosmopolitismo ahora naufraga la libertad en un mar de atávicos prejuicios.
El plan diseñado es bien sencillo: meter el dedo en el ojo hasta que todos quedemos ciegos y ya no seamos capaces de encontrarnos, perdidos en la oscuridad, en la desconfianza, en el rencor. Y para ello sirve hasta la tauromaquia, que sólo puede fenecer de muerte natural y no fusilada en el paredón de la intransigencia. Esa prohibición es más incivilizada que la vida perdida en lucha mano a mano y mirando de frente al enemigo. El toro bravo es, en el contraste, una lección de dignidad.
Pero cuando la divisa con la que se pagan las transacciones políticas es la abstención, la inacción, ante leyes tan sustantivas como la reforma del mercado laboral, cuando un Gobierno hace suyo el gatopardismo de que todo cambie para que nada cambie, la condena de la historia será, de seguro, irremisible. La anticipará las urnas.

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